Buscar
Elementos generales
Palabras exactas
Búsqueda en el título
Búsqueda en el contenido
Búsqueda en el resumen
Filter by Categorías
Historias de Migrantes Ecuatorianos

Dr. Ab. Paulo César Morocho

CEO de múltiples empresas en Estados Unidos, Europa y Latinoamérica. ". Presidente de la Fundación Centro de Desarrollo de la Tercera Edad, escritor de varios medios de comunicación

Hoy recibí este mensaje y me pareció que debía transcribirlo tal cual me enviaron:

ASÍ ERA MI CUENCA:

Cuando mi nieto cumplió doce años y como siempre fue curioso, me preguntó: Abuelo… ¿Cómo era Cuenca cuando tenías mi edad?

Y empecé a recordar y según lo iba haciendo, le describí a mi nieto una ciudad distinta a la que ahora tenemos.

“Cuenca era una ciudad pequeña –comencé diciendo-, terminaba en la Avenida de las Américas y por el sur llegaba hasta Los 3 Puentes. No habían muchos carros circulando por sus calles, no existían semáforos, la mayoría de calles eran de doble vía y las bombas de gasolina estaban ubicadas en el centro histórico: una de ellas quedaba en San Francisco y la otra en San Sebastián. Cuando tenía tu edad –proseguí-, Juan Eljuri todavía no era millonario y el señor Gerardo Ortiz tenía una tienda pequeña frente al mercado 10 de Agosto. En esas épocas no había la cadena Monte Bianco ni otras parecidas y los helados se compraban en La Colmena o a don Miguel, que tenía su carretilla cerca del cementerio. Tampoco existían los supermercados y la gente aprovechaba las ferias de los días jueves para ir a comprar productos baratos en los mercados”.

Y como ya me estaba emocionando, recordando los tiempos de mi niñez y juventud, continué: “En aquellos años no existía la avenida Remigio Crespo y en su lugar había un espacio enorme de potreros donde los chicos podían jugar a gusto sin el temor de ser asaltados. Totoracocha era un gran pantano y todos lo conocían como “El gallinazo”. Monay era un gran bosque, la Virgen de Bronce era un campo lleno de acequias y cercos de piedra; y Ricaurte, y El Valle, eran pueblos lejanos donde se podía llegar a caballo”.

Le hablé también de la gente, de los oficios antiguos que ahora, debido al auge de la modernidad y el consumismo, se han perdido: Las calles del centro histórico estaban llenas de zapaterías, sastrerías, joyerías, carpinterías y talleres de hojalatería; porque en aquella época los zapatos gastados no se botaban a la basura como hoy en día, sino que se cosían y se cambiaban las suelas, los trajes se zurcían, los muebles eran reconstruidos y los televisores, o radios, o licuadoras, se componían. Nada era desechable y lo que se tenía en casa duraba toda la vida, incluido los matrimonios.

Cuando tenía tu edad –proseguí-, en Cuenca solo habían cuencanos y los únicos extranjeros que llegaron, huyendo de las guerras en sus países de origen, eran apenas tres o cuatro familias, todas respetables, que se asentaron en nuestra ciudad, trajeron sus conocimientos y formaron empresas, dando trabajo a muchos coterráneos.

“Así era Cuenca. En las afueras del centro histórico no había agua potable ni alcantarillado y las pocas personas que vivían por esos lados, tomaban el agua de pozos, se bañaban en los ríos y por las noches se alumbraban con velas. En aquellos tiempos pocos tenían servicio telefónico y si querían hacer alguna llamada, sobre todo para comunicarse con parientes que vivían en otras ciudades, acudían a las cabinas de IETEL y hacían largas filas para alquilar unos teléfonos que venían con monederos. Otra manera de comunicarse era escribiendo cartas y dejándolas en los buzones de la empresa estatal de correos; claro que este servicio no era muy ágil, porque una carta llegaba a Quito en unos cinco días”.

Así era Cuenca a mediados de los años sesenta –continué, con mis palabras cargadas de nostalgia-: “Cuando hacía mucho frío y no podíamos bañarnos en el río, acudíamos a la calle Hermano Miguel y alquilábamos los baños de agua caliente. A veces mi madre nos daba calentando un poco de agua en la olla grande de barro, pero esto le causaba mucho trabajo ya que ella cocinaba en el fogón de leña o usando carbón que nosotros le dábamos comprando en San roque o en El Vado; fue por eso que cuando mi padre le trajo un reverbero que funcionaba con kerosene, mi madre lloró de alegría, aunque el gusto no le duró mucho porque el reverbero explotó y se escapó por el techo de la casa.

Cuenca de mis recuerdos –le dije a mi nieto, que ya parecía cansado-: En mis épocas de niño nuestras únicas distracciones era acudir al cine Popular y mirar una película mexicana. Pero lo mejor de nuestra niñez –le dije-, fue el circo, que llegaba a Cuenca en las fiestas de noviembre. A veces, cuando el radio no funcionaba y no podíamos escuchar el programa de Tres Patines, íbamos a la revistería de San Francisco y alquilábamos las revistas; y ahí pasábamos varias horas: leyendo, alimentando nuestra imaginación con las aventuras de: Santo, el enmascarado de plata; El Valiente; Chanok; Juan sin Miedo y mi preferido: Kaliman, el hombre increíble.

Dejé de hablar porque vi que mi nieto se había dormido. Creo que se durmió cuando le estaba contando que sentía gran admiración por la poetisa cuencana Mary Corylé, que había acudido al Palacio de Carondelet y en presencia de los ministros, le había abofeteado al dictador Velasco Ibarra, diciéndole: “A mí nadie me falta al respeto, ni siquiera el presidente de la república”. Pobre mi nieto, dormido estaba en el sillón y no lo culpo por eso, cuando yo tenía su edad también me dormía –o me hacía el dormido-, cuando mi abuelo me contaba que en su juventud quería unirse a las filas revoltosas de Eloy Alfaro y Ahora Revolucionarios y que no lo hizo, porque su madre le había dicho: “Tanto trabajo que me costó criarte, para que te vayas con ese ateo”. Y así, podría seguirles contando muchas cosas, pero ya me está dando sueño.

 

Genial!

Me gustaría saber el nombre del autor para darle su justo reconocimiento, pero sí es anónimo una felicitación pública!

VIDA DEL MIGRANTE ECUATORIANO

Recomendados

Share This